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Writer's pictureLiz Busby

Primer accésit: Abedul — Jonatan I. Walton

Abedul

Jonatan I. Walton

Cayó como todas. Rodó entre malezas, hojas secas y tierra húmeda hasta llegar a la base del valle, donde había crecido junto a sus hermanas. El viento en esa región la llevó un poco más allá, separándola aún más de su familia; y el ciclo de la naturaleza le dio la oportunidad de hacerse un lugar en la rica tierra y crecer.

El tiempo como en todas las cosas pasó. La semilla retoño, y al ver el sol, pudo reconocer quien le brindaba ese calorcito que percibía antes de nacer. Se sintió feliz. Estaba vivo. Entendía que la vida era difícil, y que pocos logran vencer, con ayuda, la barrera de la tierra y la arcilla. En su caso, el viento invisible le había llevado hacia la luz y el calor de sol; y la puso en un lugar amplio para que pudiera elevarse libremente.

Pero varias preguntas invadieron su existencia, dudas que no podía contestar por sí misma: ¿por qué ella y no otra semilla? Si todas cumplían con los requisitos, y todas tenían la misma oportunidad. Se había criado junto a sus hermanas en el mismo ramillete hasta ser semilla. Si eran todas iguales, luego ¿por  qué solo unas pocas y no todas? ¿Por qué ella?

Una polilla esmeralda le dijo que todos tenemos motivos para crecer y vivir; todos los seres y las cosas tiene una función fundamental en la vida, un ciclo que cumplir y una misión.

—Yo, por ejemplo, como tus hojas y tú me sirves de sustento —le dijo mientras mordía una de sus hojas de punta dentada—. Tal vez pienses que te hago daño, pero luego tus hojas se repondrán, tú seguirás viviendo y yo seguiré mi camino de polilla.

A medida que crecía, la espera le ponía tenso. ¿Para qué había nacido? ¿Por qué tan lejos de sus hermanos? Las estaciones lo vestían y lo desvestían, y creció hasta ser un robusto y fuerte árbol. Miles de insectos y cientos de pájaros vivieron entres sus hojas y su corteza por mucho tiempo.

Hombres pintados, con ropa hecha de cueros de animales y plumas pasaron cerca suyo, y fue testigo de guerras colonizadoras. Pensó que tal vez moriría quemado por ellos, o alguna flecha o alguna bala lo atravesaría. Pero no pasó nada de eso; solo un joven soldado de acento extraño se recostó a recobrar fuerzas, y se fue.

«Tal vez sea pasta de papel, o tinta de imprenta, o parte de alguna pala o algún rifle, o alguna muñeca quizás. Tal vez me tome un herbólogo y me convierta en parte de algún remedio». Así pensaba mientras la tierra giraba envejeciéndolo poco a poco.

Ya era adulto, pero no pudo (por alguna razón desconocida) tener progenie. Veía que sus hermanas crecían, y que algunas iban siendo utilizadas para leña y cercos: un grupo de colonos habían invadido esos lugares, y las cabañas aparecían a medida que los bosques eran talados. Pero el seguía sin ser visto. Los ingleses llegaban y el clima se ponía cada vez más frío, y su corazón de árbol, más pesado.

Sabía por pájaros que en otras regiones su especie fue sagrada y que sus parientes lejanos, aptos para soportar grandes heladas, formaban grandes extensiones de bosque. Pero ahí era solo un árbol más, parecido a muchos otros árboles, sin destacarse en nada.

El sol iba y venía, y el viento lo sacudía de tanto en tanto, cuando parecía deprimido. Sus sueños de ser alguien importante desaparecía como sus hojas en otoño. El tiempo pasaba; estaba viejo y grande.

Fue de noche o de día, no recordaba. Llovía fuertemente. Todo estaba tan obscuro que no se distinguían ni estrellas ni nada. El viento enfurecido soplaba fuerte y amenazador. El abedul estaba asustado, pedía al viento que se calmara, pero éste no oía y parecía llover más copiosamente. De pronto escucho un crac: el tronco, su sostén, se había quebrado haciéndolo caer estrepitosamente al suelo. Los pájaros volaron, escapándose de ser aplastados, hacia el refugio de los árboles más cercanos. La raíz moriría, lo sabía. Una gota de la savia miel cayó como lágrima y reproche. Lloraba.

El sol siguió saliendo y secándolo. Los niños de las granjas cercanas le sacaron varias veces alguna que otra sonrisa al jugar a las escondidas en su tronco seco. Los años pasaron, y su tronco se secó al punto de que ya no era más que corteza hueca. Sin hijos, sin formar parte de algo útil. Lejos de su familia. Nació sin motivos, vivió sin motivos, moría sin motivos.

Meses después escuchó pasos apresurados. Un joven de pelo castaño claro se arrodilló asustado frente a él, en la parte hueca. Parecía cansado, pero seguro de lo que estaba por hacer. Llevaba consigo algo grande, cuadrado y pesado, tapado con un fino y gastado cuero marrón. Era un día hermoso y de mañana. El viento en forma de brisa levantó un poco el cuero dejando ver lo que el joven había llevado, y el sol presentó destellos dorados: eran finas hojas de oro, hermosas y sujetadas por tres anillos también de oro. Parecía un enorme libro con grabados tallados en sus páginas.

El abedul a su manera sonrió como no lo hacía en mucho tiempo. Supo que todo lo que había pasado, todo lo que había sufrido, toda esa espera conducía a ese fragmento de tiempo finito.

El joven escondió las planchas de oro en el cuerpo hueco del árbol cuidadosamente, y acariciando al tosco abedul dijo:

—Ocúltalas bien, que ellos no las encuentren.

El abedul sonrió feliz, y murió.

[Nota: «José Smith no tardó en darse cuenta del motivo porque Moroni le había recomendado tan estrictamente que protegiera los anales tomados del cerro, pues no bien se esparció el rumor de que él tenía las planchas, empezaron los esfuerzos por quitársela. A fin de preservarlas, primero las escondió cuidadosamente en un tronco hueco de abedul.» (Hinckley, Gordon B. [2002], La verdad restaurada, 2002, pág. 13)]

[Note: “Joseph soon learned why Moroni had charged him so strictly to guard the record taken from the hill. No sooner was it rumored that he had the plates, than efforts were made to seize them from him. To preserve them, he first carefully hid them in a hollow birch log.” (Hinckley, Gordon B. [1979], Truth Restored, 2002, p. 13)]

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