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"De Amor y de Piedras" por Maximiliano Martínez


De Amor y de Piedras

por Maximiliano Martínez


Sostuvo la piedra un momento y la miró, como intentando calcular el peso. Se la pasó de una mano a la otra, acariciándola entre sus dedos, como adivinado en su textura, su dureza. Caminó hasta su casa y la dejó sobre un pequeño mueble que usaba para estudiar las escrituras. Se sentó y la miró un largo rato. Mientras la miraba, pensaba en su esposa.

Según la ley de su pueblo, una mujer adúltera pagaba por su pecado con la muerte. La gente recogía piedras y se las lanzaba, así repetidas veces, hasta que muriera.

Él nunca había participado en una lapidación, pero había oído el griterío de la multitud cuando ocurría. Había oído los quejidos de quien agonizaba, el ruido de las piedras.... Apartó la vista de la roca que había traído y la dirigió a su mujer, que dormía muy cerca. Miró sus párpados, sus negras pestañas tupidas...su rostro amado. Su respiración tranquila. Sus labios entreabiertos.

Unas lágrimas cayeron por sus mejillas. Eran lágrimas de angustia. El dolor era como una braza ardiente en su vientre.

¿Pero acaso destruir aquella flor hermosa le traería la paz perdida?¿Ver a aquel tesoro destruido en el suelo, sería acaso consuelo?

¿Cómo podría un ser que ama, atentar contra su propia carne, contra su propia alma?¿Cómo extinguir aquel milagro que Dios había traído a su vida?

Él conocía las leyes de Dios, y eran estrictas. Ella también las conocía...pero por algún motivo, pareció haberlas olvidado.

¿Cómo exponer ante una multitud enardecida a aquel pequeño ser, bello y delicado, para ser lastimado, golpeado, herido...?

¿No sería acaso el pecado postrero peor que el primero?

Él sentía que sí, que a pesar de estar respaldado por la ley, esa ley no era la voluntad de Dios. Miró la piedra inmóvil sobre la madera. Miró a su esposa.

Ella se giró en el lecho, recogiendo una pierna y estirando la otra.

Volvió a llorar. Le gustaba verla dormir. Su brillante cabello, su figura tendida. Sí, estaba dolido. Parecía insoportable el dolor de saber que lo propio había sido dado a otro hombre. ¿Porqué? ¿Qué mal había hecho para ser humillado de la peor manera? Pero, ¿quién era él después de todo, sino un hombre? No era infalible, ni entendía todas las cosas, y sentía que con esta tempestad en su interior, Dios lo ponía a prueba. Que sus caminos eran mas elevados que los del pueblo. Que en el perdón había una dicha mayor que el dolor del engaño. Acarició con el dorso de su mano las suaves mejillas de su esposa, imaginándola cubierta de heridas, con sangre surgiendo de su nariz, mezclándose con la tierra del camino. Sus cabellos llenos de polvo y empapados en sangre. El corazón se le estrujó en su interior.

Le acarició el cabello, y con la punta de su dedo indice, recorrió el suave relieve de la nariz. Ella abrió los ojos, y descubrió los de su marido muy cerca, brillantes y húmedos. Ambos sonrieron. -Qué Dios te bendiga- dijo él en un susurro.

Se puso luego de pie, tomó aquella piedra, y se marchó al patio.

Tomó una pala, y cavó un pozo, pero mientras lo hacía, sintió que una mano, una gran mano, se apoyaba en su hombro. Se dio vuelta, y encontró a un varón vestido de blanco, de porte imponente, facciones varoniles pero bondadosas, que lo miraba directo a los ojos.

-Más hondo, cava más hondo- le dijo el visitante.

Él joven marido lo sintió como un mandato. Cavó más y más hondo.

Al terminar, el forastero lo ayudó a salir del hoyo, y le dijo, poniéndole la mano en el pecho: - Sé consolado- y fue consolado, y la angustia y el dolor se esfumaron.

-Por haber descubierto el verdadero sentido de la ley y haber amado tal como Dios ama, y no como lo hacen los hijos de esta generación, el Señor te bendecirá sobremanera, y recibirás siete veces más de lo que habrías logrado por tu propia mano. Y ahora te doy este mandamiento, que libres a este pueblo de las piedras que están esparcidas entre ellos.

Después, el varón salió caminando, y llegando al fondo, contra el muro, se adentró en vez de chocarse, como quien se adentra en un cañaveral hasta desaparecer.

La vida continuó para este hombre, con su rutina diaria, con sus ires y venires. Y guardó estas cosas en su corazón, sin revelarlas a nadie.

Pero algo sí era inevitable que su esposa viera a diario. Un pozo que de a poco, día tras día, se iba llenando con piedras que él traía de la calle.




This piece was published in 2023 as part of the Around the World in Mormon Literature contest by the Mormon Lit Lab. Sign up for our newsletter for future updates.

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