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Cristo en el huerto de Getsemaní
Poema ecfrástico a partir de la obra homónima de Carl Bloch
No tengo el privilegio de haber recorrido los pasillos del Palacio de Frederiksborg de pasearme frente a sus cuadros de admirarme ante su arte mas tuve el privilegio de estremecerme frente al despliegue pictórico que Carl Bloch llamó Kristus i Gestsemane have que no sé pronunciar pero supe vivenciar.
La obra fue transportada de la vieja Europa a la nueva América trasladada depositada intacta en un entorno transformado. En el museo le dieron cuarto propio el altar mayor. En la nave central del lugar allí aguardaba la llegada de los feligreses del arte. Allí aguardaba mi llegada.
Y saliendo se fue como solía al monte de los Olivos.
Llegué sin saber que allí estaba callada esperándome. Cuando entré en su cuarto propio en la nave central el tiempo empezó a arrastrarse comenzó a enlentecerse llegó a detenerse. Frente a la obra maestra del maestro había hileras de sillas vacías. En ese detenerse del tiempo allí me senté a contemplar.
Y él se apartó a distancia como de un tiro de piedra y puesto de rodillas oró
y estando en agonía oraba más intensamente y era su sudor como grandes gotas de sangre y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle.
El cuadro tenía proporciones cósmicas. Era un mar de negro hondo unas fauces abismales una tenebrosidad absorbente, y en el centro del hueco una luz una túnica reluciente y roja una túnica reluciente y blanca todo iluminado como con enormes focos de alta intensidad, un Varón exhausto agotado fulminado en sus ropajes de sangre y vid, un Ángel triste alado palómico hincado sobre una piedra primordial una roca inquebrable un Ángel que acaricia la coronilla del Varón con ternura, todo en el silencio de un negro inacabable de un árbol viejo y deshojado.
Cuando se levantó de la oración y vino a sus discípulos los halló durmiendo a causa de la tristeza.
El cuarto parece oscuro inerte suspendido. Siento la luz de un sollozo secreto de un horror carmesí el peso colosal de un negro infinito de un cielo quebrado en esquirlas pendulantes de sombras pesadas como las profundidades del océano. A mis espaldas entra alguien y el segundero del reloj retoma su ciclo. Me pongo de pie. Salgo del lugar.
Desde entonces me acompaña el recuerdo de aquella negrura inmensa de una negrura que crece con los años y también el recuerdo de la luz que ese abismo de millones de millones de nébulas extintas no logra apagar.
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